La niñita feroz

La niña tiene diez años y se niega a comer. Cuando lo hace tiene que levantarse enseguida, ir de un lado para otro, moverse incesante y ansiosamente, como hacen los pájaros. No es más gruesa que un dedo meñique (pesa 25 kilos) pero vive obsesionada por lo gorda que está, y todos los espejos son para ella como esos espejos convexos de las ferias que achatan y envilecen las figura de los hombres.

El otro día salieron de paseo. La madre le había preparado un bocadillo, e iba feliz porque su niñita feroz parecía estar comiéndolo. Se encuentran con una vecina. Se detienen unos segundos y continúan el paseo todos juntos, niños y mayores. “Tu hija –la susurra al oído- está tirando el pan”. Las ha reconocido por detrás y al acelerar el paso para alcanzarlas la ha visto tirar varios trozos al suelo. La madre se da cuenta de que lo ha estado haciendo desde el principio, y de que si el bocadillo disminuía de tamaño es porque lo ha ido arrojando a escondidas desde que han salido de casa.

Ve la escena terrible. A su niña tomando los trocitos de pan y dejándolos caer con disimulo a sus espaldas, como hizo Pulgarcito en el cuento para encontrar después el camino de vuelta. Ve ese camino en el bosque. Aquí y allá las migas de pan le puntean rítmica y delicadamente y ellos (todos los niños del mundo) regresan corriendo por él. Su niña no. Ella no quiere volver, y es como si al tirar el pan se fuera desprendiendo de trocitos de su propio cuerpo. Una uña, un mechón de pelo, porciones mínimas de su carne. Como si sólo aspirara a ir adelgazándose más y más con cada nuevo paso hasta que a su fuerza de obstinación la sustancia de su cuerpo no fuera distinta que la del aire que respiraban.

Gustavo Martín Garzo

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