–En fin –dijo Amid para rematar su larga parrafada–, mira si estaría desesperado en aquella época que conseguir este empleo me hizo sentirme el hombre más afortunado del mundo.
El reo, que había estado escuchando atentamente, sonrió y estiró el cuello, que Amid el verdugo cercenó de un tajazo limpio con su afilada hacha. La cabeza del reo, desprendida del tronco, se echó a rodar por el cadalso, todavía sonriente. Amid la miró con contrición mientras se secaba el sudor y la sangre de la frente, lamentándose de que ya no iba a tener un compañero a quien contarle sus problemas.
Francisco Rodríguez Criado