Con el lógico nerviosismo de la primera noche, el hijo del sepulturero ayudó a su padre a colocar la lápida de una tumba. Mientras sostenía el mármol, escuchó golpes y gritos en el interior del panteón. Miró a su padre con el rostro desencajado por el terror.
Pero la voz de la experiencia logró tranquilizarlo: “No te preocupes. Es normal. Enseguida se les pasa”.
Miguel Ángel Hernández-Navarro