Archivo de la etiqueta: Versos con faldas

Mª VICTORIA ATENCIA, SAZÓN

Ya está todo en sazón. Me siento hecha.

me conozco mujer y clavo al suelo

profunda la raíz, y tiendo en vuelo

la rama, cierta en ti, de su cosecha.

¡Cómo crece la rama y qué derecha!

Todo es hoy en mi tronco un solo anhelo

de vivir y vivir: tender al cielo,

erguida en vertical, como la flecha

que se lanza a la nube. Tan erguida

que tu voz se ha aprendido la destreza

de abrirla sonriente y florecida.

Me remueve tu voz. Por ella siento

que la rama combada se endereza

y el fruto de mi voz se crece al viento.

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JULIA UCEDA, La extraña

                              La fatiga e’sedersi senza farse notare. 
                                             Cesare Pavese: «Il vino triste». 
 
Me levanté sin que se dieran cuenta 
y salí sin hacerme notar. 
Había estado todo el día 
entre ellos, intentando 
hacerme oír, 
procurando decirles 
lo que me habían encargado. 
Pero el recado que me dieron 
no era preciso. El humo, 
la música, el ruido de las risas 
y de los besos -estallaban 
como las rosas en el aire-, 
eran más fuertes que mi voz. Cansada 
de mi trabajo inútil, 
me levanté, 
abrí la puerta 
y salí del hermoso lugar. 
Desde la calle 
miré por la ventana: nadie había 
advertido mi ausencia. 
Caminé. Volví el rostro: 
ninguno me seguía. 

Julia Uceda (Sevilla, 1925) es poeta española y estudiosa de la literatura que se ha dedicado, además, a la enseñanza de la misma desde cátedras de institutos y universidades. Su obra poética completa fue recogida en el volumen En el viento, hacia el mar (Vandalia, 2002, Premio Nacional de Poesía). Desde entonces ha publicado Zona desconocida (Vandalia, 2006, Premio Nacional de la Crítica).

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LA MARCHA, Mª VICTORIA ATENCIA

Éramos gentes hechas al don de mansedumbre
y a la vaga memoria de un camino a algún sitio.
Y nadie dio la orden. -Quién sabría su instante.-
Pero todos, a un tiempo y en silencio, dejamos
el cobijo usual, el encendido fuego que al fin se extinguiría,
las herramientas dóciles al uso por las manos,
el cereal crecido, las palabras a medio, el agua derramándose.
No hubo señal alguna. Nos pusimos en pie.
No volvimos el rostro. Emprendimos la marcha.

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POEMA DE GLORIA: MEMORIA AL BORDE DEL ABISMO.

Soy alta;
en la guerra
llegué a pesar cuarenta kilos.
He estado al borde de la tuberculosis,
al borde de la cárcel,
al borde de la amistad,
al borde del arte,
al borde del suicidio,
al borde de la misericordia,
al borde de la envidia,
al borde de la fama,
al borde del amor,
al borde de la playa,
y, poco a poco, me fue dando sueño,
y aquí estoy durmiendo al borde,
al borde de despertar.

Gloria Fuertes (1917-1998), Poemas del suburbio (1954)

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FRANCISCA AGUIRRE, IN MEMORIAM

Ha muerto la poeta Francisca Aguirre a los 88 años. Premio Nacional en 2018, se ha calificado a Aguirre como la poeta de la lucidez y la desolación. De la generación de los 5o, contemporánea de los Goytisolo, Barral, Gil de Biedma, Claudio Rodriguez, Gamoneda, Brines o Ángel González, Aguirre también fue una niña de la Guerra Civil, la voz de los represaliados y la memoria del dolor.

Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.

Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.

Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.

Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.

Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.

Pero no volvió nunca.

Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.

 

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