El hada Carabosse se sentía total y absolutamente harta.
Su misión en este mundo se había tornado poco imaginativa y hasta inútil, lejos estaban ya los tiempos poéticos, cuando era dable transformar calabazas en magníficos carruajes y un par de ratones de décima categoría en briosos corceles blancos. Pero ¿ahora, qué? Quienes querían carros último modelo se metían en política, los que odiaban su propia fealdad iban al cirujano plástico o a algún programa de televisión que ofrecía transformaciones gratuitas a la vista de todos, las mujeres maltratadas hacían juicio ante el tribunal de la familia. Nadie acudía a ella y por lo tanto la pobre Carabosse se sentía de más en este siglo XXI tan poco imaginativo.
El reino de lo humano podía prescindir de su varita mágica: ya se habían fabricado otras, más caras, sí, pero menos aleatorias. Sólo le quedaba al hada experimentar con el reino animal, virgen al respecto ¿Quién después de todo sin acceso a los salones de belleza no quiere ser otro, diferente? Hizo circular el anuncio por las vías secretas que corresponden en casos como éste y a las que sólo un hada tiene acceso. Los candidatos no tardaron en hacerle llegar sus aspiraciones.
La hiena pidió oler bien y dejar de reír porque sí como una estúpida, el jabalí quiso una piel de terciopelo, los gorriones un vistoso plumaje, las víboras un vientre almohadillado para poder deslizarse con comodidad por los terrenos ásperos.
Carabosse sacudió su varita tres veces y fue concediendo los deseos. Luego cobró en especies como acostumbraba, demostrando una vez más que siempre hay nuevas salidas laborales para quien sepa diversificar su oferta.
A pesar de lo cual numerosos zoológicos, para horror y desconcierto de sus respectivos dirigentes, debieron cerrar sus puertas.
Luisa Valenzuela